viernes, 8 de agosto de 2008

Verano.

El verano encaja mal en los sueños. Quizá sea por la luz, tal vez por lo que encierra de imprevisible una sonrisa mortal y hueca escondida detrás de un helado de limón, o de un cigarro moribundo. El verano es esa estación en la cual se agotan las etapas y se deja paso a todo aquello que sería impensable durante el resto del año; y se abre la puerta a realidades inabarcables, algunas definitivas, otras que se aposentan en el alma y la aplastan para siempre. Durante el verano, la muerte es más trágica que en cualquier otra época del año.

Tenía ocho años y un sueño me trajo el verano. Caminaba por el borde de una piscina, bajo un sol de esos que hacen entorpecer el ritmo de los relojes. Nunca pude soportar el tacto de la hierba mal cortada, que esconde entre su espesura objetos punzantes. Si alguna parte de mi cuerpo siento vulnerable ésa es la planta del pie, donde no tengo ojos. La piel se desgarra fácilmente, es como si pasas la punta de un cuchillo por una bolsa de plástico tensada entre las manos y a la menor presión ésta se abre en cremallera y queda torpemente mutilada, un asa en cada lado; figura muerta, inservible. Pensaba en cientos de hormigas desfilando por entre las hojitas verdes cuando una mano pequeña y blanca recogió un cigarro que no había sido apagado del todo y lo llevó a la boca del cuerpo que sostenía esa mano. Los labios maquillados de ceniza sostenían el pitillo dentro de una cabeza enorme, del tamaño de una pelota hinchable, mayor incluso, peinada hacia un lado con pelo muy negro y brillante. Sonreía de una forma tal que podrían haber reventado en ese momento las cristaleras de una catedral cercana y sus pedacitos haberse vuelto a reordenar para dar vida a un elefante. El elefante comenzó a reír con sus ojos planos y rasgados, que provocaban prematuras patas de gallo bajo las sienes blanquísimas del paquidermo fumador, repletas de estrías, y reía sin motivo, moviendo rápidamente sus pupilas para controlarlo todo, para absorberlo todo, para devorarlo todo. Era un niño. Tenía no más de diez años y pantalones cortos. Su masa encefálica se precipitaba de un lado para otro sometida a un peso desproporcionado, y no dejó de clavarme una mirada que me arrancaba el aire directamente de los pulmones, haciéndome cosquillas que se convertían en úlceras. Su sonrisa era profunda y no tenía fondo; parecía el umbral de un abismo. El silencio era un fluido que hizo detener el tiempo y se coló por todas las rendijas hasta congelar la escena. Entonces resbalé, y caí, y no dejé que mis pies impactaran contra el fondo, flotaba y no notaba nada debajo. Desperté.

Pasados los días, mi estómago aún seguía portando una losa pesada y rancia, al tiempo que mi pecho se encogía al ritmo de aquella sonrisa, tajante y pálida, que nunca hubo de abandonarme. Quise dejarlo en el olvido y únicamente conseguí ahondar la grieta que se abrió entre mis costillas. La herida era invisible, pero abundante, y anticipaba sucesos que intuía y trataba de alejar de mi conciencia. Pensaba en pájaros que anidaban en las cornisas y en su descendencia cálida. Acto seguido las aves saltaban del nido, hambrientas y confusas por el calor, y se estrellaban contra el suelo, sucesivamente, hasta despoblar el nido que alimentó sus endogámicos delirios suicidas.

Un mes después bordeaba una piscina bajo un sol de justicia, y no encontraba a mi padre. El suelo quemaba, y yo tomaba un helado de limón, que se iba desvaneciendo por entre mis dedos, ajeno a cualquier asunto que no fuera la búsqueda que aliviara mi momentánea orfandad. Quise agarrarme el estómago con las dos manos y lanzarlo al agua, y despojarme del peso, y sentí una necesidad vital de apagar la luz del sol, ante la cercanía de un desenlace que se hacía más presente a cada paso. El reloj hacía tictac en mi pecho y lo iba reduciendo como se aplasta una pelota pinchada. Cerraba los ojos, tratando de negar con ello mi postura de cómplice observador en la escena, y mi vista atravesaba contra mi voluntad los párpados casi transparentes, y los achicharraba. Mis pies se adelantaban ágiles sobre la piedra hirviendo, y eché un vistazo rápido a la piscina, al otro lado, donde tres niños jugaban a deslizarse por un tobogán azul adosado al mármol. Reían, se empujaban, y chillaban casi al unísono con dos señoras que unos segundos después quedaron solas compartiendo un estruendo gutural, mientras se revolvían entre un agua oscura tocada con matices anaranjados al paso de la luz. Entre ambas sacaron del fondo –sólo asomaba la cabeza, negra, fucsia y brillante-, el cuerpecito del niño que ya no reía y ni siquiera fumaba, porque no le había dado tiempo a desvelar los efectos secundarios de la adolescencia. El impacto fue metálico y dejó paso a un silencio que ralentizaba la secuencia de forma gradual. Eran dos, el segundo emergió boca abajo con los brazos en cruz, como un pajarito que adorna el suelo, y ya no reían, porque su piel, manchada de un rojo intenso y pegajoso, les pesaba como nunca en sus pueriles arquitecturas de mazapán blando e inerte, mientras el tercero sonreía, plantado frente a ellos, con un cigarro entre sus dedos, mojado y recién recogido del agua. Entonces me miró, y me grabó la culpa en las pupilas, y yo encontré a mi padre, que me tapó los ojos y me sacó de allí en brazos para no volver jamás.

El verano es un ente indócil que ha de ser afrontado con la plena conciencia para que no haga daño, pues sabe cómo apoderarse de la mente de un niño. Los símbolos pueden ser mortales cuando son sometidos a una temperatura agresiva que los deforma y los derrite hasta convertirlos en el reverso del miedo, en figuras terribles y estremecedoras, en imágenes sinuosas, en calidez simulada que alberga un frío inorgánico cuando se le da la vuelta y se palpa el vacío en un instante. Quien comete el error de querer encerrar el verano en un sueño corre el riesgo de mancharse las entrañas para siempre.